Por Daniel Schteingart*
Durante el último cuarto del siglo XX, la geografía económica mundial experimentó fuertes transformaciones. Tras una serie de cambios tecnológicos (avance de las tecnologías de la información y la comunicación) y políticos (apertura de China al capitalismo occidental, liberalización económica de la India y caída del bloque soviético), diversas firmas de distintos países, eminentemente los desarrollados, tendieron a transferir algunas actividades del proceso productivo, generalmente, las menos rentables y sofisticadas, hacia otras empresas (outsource) y otros países (offshore), en vías de desarrollo. De este modo, se modificó el modo en que se producen los bienes y los servicios, que pasó a estar articulado bajo una lógica crecientemente global. Una manifestación de estas transformaciones fue el auge del comercio internacional y de los flujos de inversión extranjera directa (IED) hacia la periferia. De allí que las últimas décadas del siglo XX fueran testigos del auge de las llamadas cadenas globales de valor (CGV), es decir, la secuencia de actividades que las firmas y los trabajadores realizan desde el diseño de un producto hasta su uso final (Gereffi y Fernandez-Stark, 2011; Mitnik, 2011).
Las cadenas son “globales” dado que los eslabones del proceso productivo atraviesan distintos países, y son de “valor” en tanto cada firma agrega cierta cuota de valor al producto final. Así, la nacionalidad de origen de las mercancías se volvió crecientemente difusa, ya que varios países se incorporaron al proceso de creación de valor. Por ejemplo, el “made in USA” característico de buena parte del siglo XX dio lugar al “designed in California and assembled in China” o, más aún, al “made in the World”.
En los últimos años, muchos analistas señalaron que Argentina se encontraba demasiado “aislada” del mundo e insistía con ciertas políticas de desarrollo consideradas “obsoletas”, tales como la administración del comercio o la regulación a la inversión extranjera directa. Una prueba de ello, según estos análisis, es que Argentina participa “poco” en las cadenas globales de valor, y que ello sería un problema en términos de desarrollo a largo plazo. Abrirse a las CGV implicaría liberalizar el comercio, desregular la IED y disciplinar a la fuerza de trabajo para volverla más competitiva en los mercados externos.
Sin embargo, un análisis pormenorizado de la evidencia muestra que la correlación entre desarrollo económico y participación en CGV es altamente difusa y poco lineal. Al interior de los países desarrollados, Corea o Taiwán participan “mucho”, en tanto que Estados Unidos o Canadá lo hacen “poco” y Japón “moderadamente”. Al interior de los países en desarrollo, México participa “mucho”, China “moderadamente” y Argentina y Brasil lo hacen “poco”. Más bien, la evidencia empírica muestra lo siguiente: participar en CGV, por sí sola, no garantiza nada en términos de desarrollo. En todo caso, el común denominador de los países desarrollados estriba en que pudieron desarrollar una agresiva y eficaz política industrial, científica y tecnológica y en distintos momentos de su historia implicó administración del comercio, regulación del capital extranjero (aunque no prohibición) y una activa intervención estatal en diferentes segmentos de la economía. En parte, esto generó que hoy sean altamente competitivos en el comercio internacional.
*Economista. Docente en la materia “Análisis económico de cadenas productivas de bienes y servicios”